Muerte de Julio César, de Vincenzo Camuccini, 1798
Hemos terminado las presentaciones de los temas de Historia de Roma en 4º ESO. Si recordáis cuando Mª del Mar y Marta trataron la figura de César, no os habréis quitado de la cabeza la escena de su muerte que vimos en clase: César, que ha entrado al Senado desoyendo las advertencias de varias personas, es atacado sin piedad por los senadores y acaba finalmente cayendo a los pies de la estatua de su rival, Pompeyo. Su hijo adoptivo, Bruto, es el encargado de darle la última puñalada. Como curiosidad, en la serie César no pronuncia esa famosa frase que Shakespeare consiguió hacer leyenda: "Et tu Brute?" ("¿tú también, Bruto?"), pero lo que sí podemos ver es ese gesto, sobre el que os llamé la atención en clase, de intentar cubrirse la cara con la toga antes de morir. Ese intento es una de las máximas expresiones de esa dignitas romana a la que tantas veces hago alusión en clase. César sabe que pasará a la Historia (así, con mayúscula) y no puede permitir no controlar incluso su forma de morir.
Muy distinta es la muerte de Pompeyo. Cuenta Plutarco que Pompeyo, huyendo de César, llegó a Egipto acompañado ya por muy pocos de sus hombres y por su mujer e hijas. En Egipto reinaba el joven Ptolomeo XIII, que dudó entre si darle cobijo en su país o entregárselo a César para ganarse así el favor de este último. Finalmente venció esta última opción. Así, el 28 de septiembre del 48 a.c., Pompeyo abandona la trirreme donde estaba esperando la decisión de Ptolomeo para dirigirse, en una pequeña barca hacia la orilla donde le esperaban -los que él creía que eran- los encargados de darle la bienvenida. Su mujer Cornelia, aguardó en la trirreme a las instrucciones que su marido había de darle después de hablar con ellos. Cuando Pompeyo iba a salir de la barca, sus compañeros Aquilas, Septimio y Salvio lo apuñalaron, dándole muerte. Los egipcios le cortaron la cabeza y se la llevaron a su rey Ptolomeo, mientras que el cuerpo fue quemado por su liberto, en un gesto de gran lealtad. La cabeza, junto a su sello, le fue entregada posteriormente a César cuando, días después, llegó a Egipto buscando precisamente a Pompeyo. César no solo no se alegró de que hubieran matado a Pompeyo (llegando incluso a llorar), sino que castigó a los culpables del asesinato de un cónsul de Roma. ¿Os imagináis cómo acabaron?
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