jueves, 23 de diciembre de 2010

Pedacitos de nosotros

Los exámenes, la visita al Museo del Prado, las evaluaciones, las actividades de fin de trimestre y la vuelta a casa por Navidad han hecho imposible que actualizara el blog en estas semanas, pero ahí voy.


Yo soy de la generación que a los 12 años tuvo que leer “Viaje a la Alcarria” de Cela. Eso es, probablemente, lo peor que te puede pasar a esa edad, tan horrible que está al mismo nivel que una riña con todos tus amigos o equivocarte en el baile de fin de curso mientras tu abnegado padre te graba en vídeo.
Y sin embargo, aquí sigo, haciendo listas de libros que quiero leer que cada vez son más grandes y menos homogéneas.

Me pregunto muchas veces cuál es la función que deben tener las llamadas “lecturas obligatorias” del instituto y si realmente esas lecturas son capaces de atraer a alguien al mundo de la lectura o si, al contrario, alguno de esos libros será el causante del desinterés de otros tantos.

Me gusta pensar que, como me sucedió a mí, el instituto es el sitio donde descubres que los libros son más que una historia de la que luego te examinan. Por eso prefiero pensar que leer la Eneida o la Ilíada, Edipo o Lisístrata no es un suplicio, sino un reto. Puertas que se abren, caminos que comienzan, todas esas cosas. Eneas, Aquiles o Antígona forman parte de la cultura occidental porque millones de personas, a lo largo de los siglos, han abierto las páginas de esos libros con la misma curiosidad con la que lo hacéis vosotros ahora. Y, lógicamente, también con las mismas dificultades.

Los recuerdos a los que más me asomo son los de los profesores que se arriesgaron a dejarme algún libro sólo por abrirme nuevos caminos, los que me enseñaron a hablar de los libros con más adjetivos de los que yo hasta entonces conocía y los que se esforzaron por reunir un pequeño catálogo de obras maestras que debíamos conocer antes de pasar a la Universidad.

A todos ellos les debo tardes, noches y alguna madrugada sin poder quitar la vista de algún capítulo de Rayuela o de algún verso de Luis Alberto de Cuenca.

Estos recuerdos han tomado más fuerza desde que escuché el discurso de recepción del premio Nobel del escritor peruano Mario Vargas Llosa tit ulado
Elogio de la lectura y la ficción


Lo hemos comentado en Bachillerato, e incluso en segundo hemos leído el comienzo, que para mí es fantástico.

Esa clase tuvo algo de egoísta –como otras muchas, quizás-, porque la calidad del texto y la curiosidad por conocer su reacción hizo que disfrutara mucho antes, durante y después de ella.

El discurso de Vargas Llosa merece ser leído por muchos motivos. Es un discurso repleto de referencias a la literatura, al cine, al teatro, al periodismo y a la política; referencias que se suceden y se entrelazan hasta convertir esos folios en un selecto recorrido por la historia cultural de Occidente: Veinte mil leguas de viaje submarino (Julio Verne), Los tres mosqueteros (Alejandro Dumas, padre), Los miserables (Víctor Hugo), La Ilíada y La Odisea (Homero), Jasón y los argonautas (Apolonio de Rodas), Pedro Páramo (Juan Rulfo), Moby-Dick (Herman Melville), “El Sur” —cuento— y El Aleph (Jorge Luis Borges), y Tarzán (Edgar Rice Burroughs).
Los libros, como sabéis, están a alcance de cualquiera. Algunos de vosotros, sin duda, leeréis todas esas obras y muchas más. Conoceréis más historias, autores y títulos de las que podáis imaginar ahora. Seréis, en definitiva, lectores.

Fue el principio del discurso lo que me dio la idea de empezar una historia que contáramos la clase en conjunto, nuestra historia. Y, aunque no puedo decir nada más (para algo está el factor sorpresa), estoy deseando empezar.